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Vagabundas

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

"Para llegar hoy, a estos lugares, tuve que vender mi motocicleta, desbaratar mi departamento, trabajar terriblemente durante todo un año y encargarle mi gato a una vecina anciana que es la madre de un hombre con el que viví algún tiempo y el cual se puso furioso cuando le avisé que nuestra relación quedaría suspendida por un año que es el tiempo que transcurriría mi estancia en Europa". Me comentó Kelly, una vagabunda australiana a la cual conocí en Patras en el momento en que ambas nos dirigíamos a tomar el ferry que nos conduciría a Brindisi. Kelly no era una aventurera vulgar, era una verdadera vagabunda.

Hace aproximadamente 30 años una mujer que le avisaba a su familia que se lanzaría a trotar por los contornos del mundo, recibía como respuesta - de su madre, cuando menos una docena de paraguazos. En la época actual, las vagabundas resultamos personajes dignos de encomio.

En este viaje que he realizado a Europa, además de Kelly he conocido a montones de vagabundas: como a una japonesa muy rica que en Montecarlo apostó una fortuna en la ruleta y salió del lugar con la cara color de aguacate. Una londinense de ascendencia birmana que había vivido varios meses en Grecia estudiando cocina mexicana. Una sueca que deseaba locamente parecer brasileña y se teñía el cabello de negro y duraba las horas requemándose: su piel blanquísima como de mármol de Carrara se tornó negra con tanto sol. Una canadiense bruja, perfecta conocedora de varios himnos aztecas y algunas hechicerías para convertir a un semejante en sapo, misma vagabunda que como solución a mis problemas de amor me sugirió entonar un tweedlidi tweedlydum como conjuro mágico que haría que cualquier hombre se arrojara lleno de amor a mi paso, conjuro que hasta la fecha no me ha dado ningún buen resultado, tal vez porque no lo lanzo a las 12 de la noche. Muchas de ellas confesaron haber sentido en su infancia una ligera inclinación por los aventureros de la literatura o el cine: así como yo que me siento Rosa Carmen Indiana Jones.

Uno de los cánones de la vagabunda solitaria es: "Prohibido enamorarse cuando se viaja". Andar sola de vagabunda y cometer la torpeza de caer en el amor puede resultar el canto de las sirenas: un acontecimiento trágico; se corre el riesgo de ser asaltada y terminar las vacaciones a base de limosnas o cantando corridos mexicanos en francés en algún vagón del Metro de París. Y, aunque para mi gusto los hombres mexicanos son de los más atractivos del mundo, tengo que reconocer que los italianos, además de muy insistentes, son verdaderamente encantadores; por lo mismo se necesita una potente concentración y una fuerza de voluntad a toda prueba para no sucumbir ante los encantos de estos guapos.

Algunos hombres misóginos de cabeza cuadrada, suelen decir que las mujeres hablamos sólo tonterías; pues en esta ocasión las "tonterías" las dijimos en inglés: austríacas, portuguesas, griegas, italianas, mexicanas... etc., las vagabundas del mundo, en su mayoría, nos comunicamos en la lengua de Rod Steward. Sólo una francesa cursi, a la que me encontré en el tren y quien iba vestida en pana y seda, y se peinaba con el cabello engomado y además tenía pinta de actriz trágica, se puso en un plan muy chocante y sólo pronunció en inglés que quien quisiera comunicarse con ella tendría que hacerlo en francés "que es la única lengua culta del mundo"; en ninguna otra. Pobre mujer, casi se queda muda. Quién sabe por qué, pero hay veces en que los franceses tienen arranques de este tipo.

A la hora de viajar hay miles de razones para empacar 3 vestidos de noche, 4 trajes de baño, 7 sacos, 6 pantalones vaqueros, una docena de blusas, 4 de ropa interior, una plancha y dos estuches de cosméticos; sin embargo, tanto equipaje puede ser de mala suerte y lograr que uno termine como aquel personaje principal del Corrido del Caballo blanco que en un día domingo feliz arrancaba; o con un malestar muy parecido a la reuma de espinazo. Lo más saludable es empacar pocas ropa o, si ya no hay m s remedio y se ha cargado hasta con el abrigo de visón para dar una vuelta en verano por la Costa Azul, lanzar poco a poco las prendas de vestir por las ventanillas del tren, procurarse encontrar algún ratero que quiera hacerle a uno el favor de cargar con la maleta o, en su defecto, armar una rifa entre las vagabundas del viaje a ver a cuál de ellas le toca en suerte quedarse con nuestra peluca.

Confieso que el trabajo de vagabunda de tiempo completo en vacaciones de verano es un trabajo cansado: te caes en el aeropuerto y te sacas un chipote, llegas a Barcelona sin maletas porque en el transborde hubo confusiones y a las tuyas las mandaron a Hawai, caminas 8 horas diarias y los pies se te ampollan, te llueve, te pierdes, te empapas, te resbalas; y cuando uno regresa a la patria y los amigos preguntan "¿Qué tal Europa?" Habrá que contestar: "¡Ah, muy bien!, ¡Muy a gusto!, ¡Me la pasé super!"

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